
Cuando el independentismo salió de los márgenes para
convertirse en el principal nervio catalán, lo describí como una
reacción alérgica a una ley que no deja ni tan siquiera la salida
contemplada por la ley (no es un juego de palabras: el TC avisa que el
referéndum no se puede hacer, pero en una famosa sentencia del 2010
enmendó un referéndum que sí se podía hacer).
El Gobierno central, así como los medios, los tertulianos y
casi todos los partidos españoles proponen una salida: “Cambien la
Constitución”. Lo dicen en serio, pero parece una broma, ya que la
sociedad española se siente cómoda con la Constitución y no tiene
interés en cambiarla. Ciertamente: todo ciudadano hace cierto esfuerzo
de adaptación al común, pero más allá de este esfuerzo genérico, la
mayoría de los ciudadanos españoles creen que la Constitución es un
traje a medida (la cuestionan sólo los indignados, que Podemos encarna:
también se han sentido excluidos).
Los catalanes votaron la Constitución: esperando que el
traje no mudaría en corsé. Ahora muchos de ellos sienten comprimidas sus
carnes de manera abusiva y asfixiante. Pero carecen de fuerza
demográfica para cambiarla. Se sienten enjaulados. La ciudadanía
española lo vive de otra manera: no puede, ni quiere, entender las
ilusiones y problemas del catalanismo. De ahí que se popularicen en las
tertulias españolas las visiones caricaturescas (el tópico de la pela) o
juicios temerarios sobre los catalanes (están enfermos, adoctrinados,
fanatizados, fracturados...). Este panorama sólo admite dos salidas: o
resignación o ruptura.
Predicar el miedo y pedir resignación ha sido la receta de
los moderados catalanes, que no pueden proponer más que su deseo de
diálogo, ya que el Estado ha negado por activa y pasiva el diálogo sobre
las tres sustancias: financiación, cultura propia y competencias. De
hecho, el Estado insiste hasta extremos grotescos en la uniformación.
Por ejemplo: ahora no deja que el Gobierno del presidente Puig se dirija
en valenciano al de Puigdemont. Este contexto contribuye a reforzar la
decisión independentista de echarse al monte. Muchos de ellos no quieren
saber que la cosa acabará mal. Otros sí lo saben y, sin embargo,
persisten en su camino. De manera fatalista, como quien, consciente de
la irreversibilidad de su enfermedad, elige la eutanasia. Rechazan los
cuidados paliativos que prometen los moderados (los cuales, de hecho, no
guardan en el botiquín ni una aspirina que ofrecer).
El aeropuerto de El Prat se ha convertido en la
metáfora que lo resume todo. Hace diez años, moderados y empresarios
pidieron desde el Iese la descentralización aeroportuaria. El Estado no
cedió. Los moderados callaron. Aena, que responde a los intereses de la
España radial, privatizó parcialmente la gestión. Resultado: Aena extrae
enormes beneficios de El Prat mientras reduce la inversión en seguridad
y servicios. Yo puedo ser contenido personalmente, pero no puedo cerrar
los ojos. Ante este panorama, no tengo el atrevimiento de recomendar
contención, es decir, resignación.
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