Xavier Diez -
Mirar Hořící keř puede resultar un buen ejercicio para comprender por
qué España, aunque se parapete tras una constitución de grandes
principios y escasos resultados, exista una apariencia de separación de
poderes o forme parte del club de países europeos, no es una democracia.
No es difícil establecer paralelismos entre la dictadura checa de los
sesenta y el “estado de derecho” español actual. Convendría releer las
obras de Milan Kundera o Václav Havel para comprendernos mejor a
nosotros mismos. Los juicios contra el procés parecen filmados
por una Agnieska Holland, cineasta polaca, que sabe perfectamente lo que
es vivir bajo una dictadura fundamentada en el miedo, la represión, y
por encima de todo, la mentira. Pero incluso el propio Pablo Iglesias,
una especie de líder de la oposición moderada al régimen, sabe lo que es
estar vigilado por la policía política, como lo era Havel, monitorizado
por los servicios (no tan) secretos. O basta contemplar la impunidad de
una ultraderecha que puede agredir físicamente a ciudadanos sin que
ninguno de ellos tenga que pasar ante un juez mientras personas que han
participado en protestas pacíficas, han sido perseguidos, difamados,
multados, encarcelados, exiliados o confinados, sin pruebas, sino por
presiones extrajudiciales (a menudo muy reales), como es el caso de
Tamara Carrasco o diversos músicos o activistas sociales.
Pero no nos engañemos. España no ha sido nunca una democracia. Lo que
pasa ahora es que van cayendo las máscaras. Lo que llaman “Régimen del
78” fue la continuidad del franquismo por otros medios, aunque
probablemente, hace veinte años, incluso trenta, no haríamos esta
afirmación. La diferencia es que en estos momentos la disidencia al
régimen es mucho más consistente y numerosa, y es por ello que las
fuerzas oscuras del estado profundo están abusando de la represión con
el objeto de defenderse ante quienes cuestionan un statu quo
crecientemente frágil. Simplemente hay que ver cómo han reaccionado
desde principio de siglo ante la presión de quienes reivindican la
memoria histórica, el interesante (y aún poco y mal analizado),
policialmente infiltrado y violentamente reprimido 15-M, la emergencia
de una fuerza como Podemos (contrarestado por la operación de estado de
Ciudadanos), la enmienda a la totalidad que presenta el independentismo,
y la aparición creciente de un nuevo republicanismo. Décadas atrás, la
de los ochenta o los noventa, la represión arbitraria era igual de
injusta, aunque con menor extensión e impacto que en la actualidad. Para
poner un ejemplo, en el año 1981 ponerse tras una pancarta que pusiera
“independencia” en Barcelona desató decenas de detenciones y maltratos
policiales. Lo mismo sucedió en los días previos a las olimpiadas de
1992, cuando decenas de activistas políticos fueron encarcelados y
torturados con cargos inventados. Estos días estoy leyendo el borrador
de unas interesantes memorias del intelectual y catedrático de ecología
(y opositor antifranquista) Joan Martínez Alier que fue detenido en
aquel mismo año por preparar una campaña de denuncia del genodicio
indígena durante los fastos del Quinto Centenario.
Uno. El régimen actual viene viciado de origen a partir de una monarquía impuesta
No es ningún secreto que la continuidad entre franquismo y
Constitución se personalizó en la forma del Borbón. Un Borbón blindado
ante la crítica y la ley que disfruta de una impunidad insostenible a
partir de las evidencias de comportamientos familiares discutibles,
incompetencia profesional, falta de neutralidad, y la evidencia
creciente de interferir en el gobierno o a expresar simpatías por la
ultraderecha. Se trató de una continuidad legal dictada a partir de la
propia ley franquista de sucesión y las voluntades testamentarias del
dictador. La propia Constitución sirvió para ordenar la caótica
legislación franquista incorporando buena parte del contenido de las
Leyes Fundamentales. La monarquía impuesta se aseguró la jefatura
perpetua del estado evitando un referéndum, que, a partir de las
revelaciones del presidente Suárez, hubiera resultado adverso. Desde un
punto legislativo y político se trató de preservar la brutalidad de la
dictadura y amparar sus crímenes -especialmente mediante la Ley de
(auto)amnistía. En otros términos, respecto al equilibrio de poderes
entre vencedores y perdedores de la guerra, el régimen del 78 es la
actualización del 39. La no reparación ni el proceso a los crímenes (y
criminales) de guerra es muy indicativo de lo que sucedió después. La
principal obsesión de la “democracia” fue mantener intacto el poder,
influencia y privilegios de aquellos sectores beneficiarios del
franquismo. Es por ello que se dejaron intactos los cuerpos represivos,
especialmente las fuerzas armadas, del orden y la judicatura, aunque
también del eclesiástico o el mediático.
El daño inflingido a la sociedad española tras cuatro décadas de
dictadura fue tan profundo que condicionó la capacidad de regenerarse.
La represión hasta los cimientos de la disidencia, el orden a partir del
miedo, fabricó generaciones de españoles, como decía la canción de
Jarcha, obedientes hasta en la cama. El franquismo sociológico, que
acabó creyéndose la propaganda de que el precario bienestar era fruto
del desarrollismo del régimen, acabó siendo un freno para enjuiciar los
crímenes del franquismo, el “Holocausto español”, en términos del
historiador británico Paul Preston. En cierta manera, la sumisión de la
población española ante la creciente involución de estos últimos años, y
el apoyo, por acción u omisión a la represión en el País Vasco o
Cataluña demuestra hasta qué punto está interiorizado el autoritarismo
dentro de la propia sociedad, cada vez más parecida a los campesinos
miedosos y maltratados en los Santos Inocentes de Miguel Delibes. El
comportamiento electoral, apoyando a quienes pretenden más nacionalismo
(español, por supuesto), más represión, más involución, a pesar que el
paro, la precariedad y la pobreza, correlacionada por las desiguales
relaciones de clase, es un buen barómetro que explica hasta qué punto
está interiorizada una cosmovisión jerárquica del país. Pero incluso, la
idea que la democracia es un mecanismo para que las mayorías se
impongan a las minorías también es una muestra de hasta qué punto el
autoritarismo está instalado en los subconscientes. La democracia sirve
para gestionar los conflictos en base al pacto y compromiso, buscando
consensos y realizando cesiones mutuas para llegar a soluciones. Pero
esto no parece estar sucediendo.
Como sucedía con la dictadura checoslovaca, intentar disentir ante la
represión en Cataluña, el País Vasco, o cuestionar la impundad de los
crímenes del franquismo resulta arriesgado. Hay decenas de casos de
mecanismos, no siempre sutiles, de represión. Algunos ejemplos. Durante
las manifestaciones anticatalanas a raíz del retorno de los documentos
de la Generalitat del archivo de Salamanca durante 1995, a los escasos
columnistas de la prensa local que comprendían los motivos de los
catalanes,… se les cerraron para siempre las páginas de los medios.
Muchos de quienes cuestionaban la política represiva en el País Vasco
fueron procesados por “apología del terrorismo”. Jueces, como el mismo
Garzón, que intentó investigar los crímenes franquistas, fueron
expulsados de la judicatura, así como tantos otros que tocaron elementos
sensibles. Seis chavales que participaron en una manifestación en
Madrid, en apoyo al referéndum del 1 de octubre están siendo procesados.
Algunos de los actos organizados en apoyo de los independentistas en el
estado, han sido prohibidos (a diferencia de lo que sucede con los
actos ultras). Diputados como Joan Tardá, no podían hacer vida normal en
Madrid, porque eran habituales los incidentes en el que le increpaban o
amenazaban por su condición de republicano. Los militares que se han
atrevido a denunciar el franquismo de sus superiores, han sido
apartados. Periodistas que han destapado escándalos de corrupción, están
siendo asediados por grupos mafiosos o las propias fuerzas policiales.
Ser un disidente en España, cuando se atacan los intereses de los
herederos franquistas es un ejercicio arriesgado…. como sucedió con
aquellos que apoyaron a la madre de Jan Palach en su búsqueda de
justicia.
Cuatro. Impunidad del franquismo
El Régimen del 78 se construyó para salvaguardar el viejo orden del
39. Como explicaba el falangista Antonio Labadie en 1974 ante la
incertidumbre de los cambios que se avecinaban, “defenderemos con uñas y
dientes la legitimidad de una victoria que es hoy patrimonio de todo el
pueblo español”. Y, visto lo visto, el búnker se ha salido con la suya.
Ni un solo franquista juzgado. A pesar de que España es el país, tras
Camboya, con el mayor número de desaparecidos, el estado solamente ha
servido para obstaculizar cualquier política de memoria y reparación. El
Valle de los Caídos sigue siendo un lugar de peregrinaje ultra, en el
que se difunden los valores de la violencia y el fascismo. De hecho, el
fascismo es legal, en este país. Ni siquiera la democracia sirvió para
extraditar a decenas de criminales nazis buscados internacionalmente,
como el belga León Degelle, tras 46 peticiones de Bruselas, quien murió
plácidamente en 1994. Pero a todo ello hay que añadir que, tras la ley
de autoamnistía de 1977, decenas de crímenes cometidos por la
ultraderecha o casos de torturas protagonizadas por fuerzas policiales, o
bien se han mantenido en la impunidad, o bien han gozado de indultos
sistemáticos. Es evidente que así no puede construirse ninguna
democracia. Porque, en el fondo, lo que sucede, es que la vida de los
españoles sigue afectada por los crímenes del franquismo que la
Transición no pudo corregir. Sin justicia, ni igualdad, no es posible
ninguna democracia.
Ligado a todo ello, debe decirse que el franquismo sirvió, sobre
todo, para otorgar impunidad a los beneficiarios de 1939, y ello se
concretó en poder robar a manos llenas (todavía está por resolver las
incautaciones sistémicas, con ejemplos tan palmarios como el caso del
Pazo de Meirás) que hace que toda España sea el botín de guerra de los
franquistas. La corrupción, amparada a través de relaciones
privilegiadas con el poder, que fue sistemática con el régimen, perduró
con lo que llamaron democracia. El enriquecimiento ilícito, a partir de
los contactos con las altas esferas, especialmente en una promiscuidad
entre poder político, económico, jurídico y administrativo prosiguió sin
demasiados problemas. El caso Nóos, sin ir más lejos, resulta muy
ejemplificador de cómo el tráfico de influencias en las altas esferas
permitía hacer del erario público el cajero automático de determinadas
élites blindadas. Pero, sobre todo, la cultura de la impunidad se
instaló de tal modo que el nepotismo y la endogamia de espacios com el
jurídico, el diplomático, la alta administración, y las puertas
giratorias con un IBEX 35 plagado de sagas franquistas hacía del estado
el patrimonio de unas pocas familias. Para acabar de rematar, los nietos
y biznietos de los franquistas ni siquiera sienten rubor en exhibir
másteres y títulos universitarios que todos sabemos que son ficticios.
Tal es el nivel de arraigo del “no sabe usted con quien está hablando”
en la cotidianidad hispánica.
Seis. Unos medios de comunicación escasamente plurales
España es aquel país en el que los hechos y el relato periodístico no
guardan ninguna relación, incluso más allá de las mentiras corrientes,
sino que a menudo la prensa española explica cómo los hechos deberían
haber ocurrido según las líneas de partido. Esta afirmación, redactada
por Georges Orwell durante la guerra civil, podría aplicarse en el
momento actual. En una sociedad profundamente dividida y sin tradición
democrática, la información es pura trinchera. En las últimas décadas se
pasó de un analfabetismo funcional generalizado, fruto de la ausencia
de políticas educativas durante el franquismo, a un analfabetismo
mediático, propiciado desde las cadenas televisivas generalistas. El
franquismo creó un modelo propagandístico fundamentado especialmente en
el monopolio informativo en el audiovisual, que no pudo transformarse
durante la etapa constitucional. En la actualidad se ha pasado a un
oligopolio en el que los grandes medios están vinculados a un poder
económico endogámico en el que grandes grupos de comunicación son
cadenas transmisoras de los intereses de unas élites autoritarias. Lo
hemos podido comprobar en estos últimos años, en los que, por ejemplo,
se ha criminalizado no solamente el mundo abertzale -con unas
estructuras de debate profundamente asamblearias y deliberativas-, sino
al 15M o un independentismo catalán que proviene de una sociedad civil
altamente organizada, autogestionada y profundamente democrática y
plural, pero que los medios presentan como una mezcla entre Corea del
Norte y Leni Riefenstahl, en base a la más burda manipulación mediática,
y atizando el odio en términos parecidos a la televisión yugoslava en
los meses previos a su dramática desintegración. Precisamente las
televisiones y los medios han trabajado en las últimas décadas para
ofrecer una imagen de una España uniforme que no se corresponde con la
realidad, escondiendo, para poner un ejemplo, a los diez millones de
catalanohablantes del estado, confinando el euskera o el gallego a los
márgenes del sistema mediático, o inventándose hechos, como decía
Orwell, que deberían encajar con los prejuicios propios. Y ya sabemos
que sin medios libres y plurales, no puede haber democracia.
Pero incluso, se ha silenciado a aquellas voces incómodas y
discrepantes, o se ha sancionado a quienes, mediante rigurosas
investigaciones, han puesto sobre la mesa verdades incómodas. El
periodista Xavier Vinader fue perseguido y exiliado tras denunciar la
guerra sucia en el País Vasco. Las investigaciones recientes sobre los
títulos académicos ficticios de dirigentes del PP, sobre el Bar España,
redes de corrupción o sobre el robo de niños por parte de instituciones
afines al régimen han comportado diversos dolores de cabeza a sus
autores, más que necesarios Pulitzer con los que deberían haber sido
premiados.
Las revelaciones sobre la infiltración y seguimiento a Pablo Iglesias
por parte de la policía española es la punta del iceberg. Las fuerzas
del orden parecen más preocupadas para montar maniobras de descrédito y
asedio sobre la oposición y la disidencia que a perseguir los muchos y
variados crímenes cometidos por aquellos que poseen un exceso de poder.
Antes de hablar de Iglesias, muchos desconocen las diversas maniobras,
en base a la fabricación de pruebas falsas para desacreditar al alcalde
Xavier Trias, los seguimientos ilegales al independentismo catalán, el
inexplicable papel (porque no se permite explicar) de los servicios
secretos en los atentado yihadista en Barcelona en agosto de 2017, las
maniobras para erosionar la sanidad pública y tantos otros muchos
escándalos que no han suscitado la más mínima reacción de la opinión
pública española. Que incluso han contado con el boicot televisivo, a
pesar de su extraordinaria audiencia y veracidad. En España hay varios
watergate cada año, y pocos reaccionan. Y eso es impropio de unas
democracias. Es terrible, que como en el caso de Jan Palach, la policía
sirva para evitar que la gente reaccione, para preservar un orden que
está bastante claro que va en contra del interés común.
Ocho. Control casi absoluto del franquismo en instituciones clave
Cosa evidente en la genealogía de las élites del estado y
objetivables en la presencia de la iglesia católica (que, a diferencia
de lo que sucede en el mundo, no está siedo investigada ni condenada por
abusos, robo de niños, explotación,…) las empresas del IBEX 35, la
judicatura (en la que no se duda a apartar a los jueces díscolos que
“meten las narices donde no deben”), el alto funcionariado del estado,
el ejército, las fuerzas de seguridad, así como la connivencia con una
ultraderecha que, a pesar de centenares de actos delictivos, parecen
poseer una extraña inmunidad (a diferencia de activistas pacíficos)
Nueve. Hegemonía de sus símbolos
No. La bandera rojigualda, el himno, la monarquía, o determinadas
tradiciones, no son los símbolos de todos los españoles, sino la de la
España del 39. Ha habido una política de imposición y apropiación de
unos símbolos que no buscan el consenso, sino la escenificación de la
victoria del franquismo, hasta tal punto que buena parte de una
izquierda cobarde y acomplejada los está asumiendo como propios. Lo más
lógico sería replantearse una nueva simbología que debería ser debatida y
consensuada. Pero ello no es así. Precisamente la incomodidad de
sociedades radicalmente antifranquistas como la vasca y la catalana, no
las aceptan. Y resulta mucho más simple reivindicar los propios que
intentar cambiar aquellos que representan una España poco fraterna, y en
cambio tan hostil que no duda de ser el complemento cromático y musical
del “a por ellos”. No es ningún secreto que buena parte de la cohesión
nacional se fabrica a partir del enemigo exterior o interior. Pero esta
es una identidad tóxica, fundamentada en el odio y el desprecio. Y el
odio y el desprecio son sentimientos de los que se alimentan las
dictaduras. Una democracia busca el acuerdo, el consenso. Nadie debería
tener miedo a construir unos símbolos aceptados por todos, pero también
estructurar el territorio y la sociedad a partir de nuevos acuerdos.
Desgraciadamente la visión uniformista de España, concretada en sus
símbolos excluyentes, acabará por disolverla, porque, al fin y al cabo,
la exhibición de la rojigualda es una manera de resistirse a una
solución pactada, es decir, a una solución democrática.
En sus estudios sobre audiencias y redes sociales, el analista Joe
Brew destacaba el escaso interés que está suscitando entre la opinión
pública española el juicio contra los independentistas en el supremo. Se
ve claro que para la mayoría, la vergüenza de una farsa retransmitida
en la que la sentencia ya está redactada, los testimonios de la
acusación están abiertamente falseados, se vetan testigos pruebas clave
de la defensa están dejando la imagen pública de España a la altura de
Arabia Saudí. Pero aún así son pocas las voces que se alzan ante tamaña
injusticia. En cierta manera, el juicio contra los independentistas es
un acto supremo de prevaricación, no únicamente desde un punto de vista
administrativo, sino, sobre todo, moral. En las dictaduras, todos callan
ante la injusticia. En las democracias un conflicto tan serio como el
de Cataluña estaría tratándose mediante el diálogo, siempre incómodo,
siempre difícil, siempre insatisfactorio, pero inmensamente más práctico
que producir una ruptura irreparable que acabará volviéndose en contra
de quienes detentan el poder.
Conclusión
Seguramente, este artículo generará no poca indignación entre quienes
prefieren vivir con los ojos vendados. Como Borrell, muchos se
desgañitarán afirmando que España es una democracia ejemplar. Pero como
reza el proverbio, “dime de lo que presumes y te diré de lo que
careces”. Las autoridades de la Checoslovaquia comunista no se cansaban
de describir el paraíso en la tierra, el mejor de los mundos posibles
que representaba su república democrática y popular. Entonces, ¿por qué
tenían que atacar a quienes defendían la honorabilidad del gesto del
joven Jan Palach? España no es una democracia. Y no lo será hasta que se
sacuda de encima la tóxica herencia franquista; la de las
instituciones, pero aún más importante, la que todavía impregna el
subconsciente de millones de españoles.
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